*¡BANG!*
El puño de Rafael se estrelló contra el volante forrado de cuero sintético. El sonido fue seco, violento, resonando dentro del habitáculo del viejo sedán como un disparo sin pólvora.
—¡Estás loca! —gritó él. Su voz rebotó en el parabrisas empañado por la lluvia y la respiración agitada de ambos—. ¡Completamente desquiciada!
Fuera, Barcelona lloraba una tormenta sucia. El agua golpeaba el techo del coche con la insistencia de mil dedos acusadores. Dentro, el aire olía a humedad, a adrenalina rancia y al perfume caro de Elena, que ahora parecía una broma de mal gusto sobre su piel magullada.
Elena no se inmutó por el estallido de ira de Rafael. Estaba sentada en el asiento del copiloto, con las rodillas apretadas contra el pecho, sosteniendo la tarjeta negra de acceso como si fuera una hostia sagrada.
—No es una locura, Rafael —dijo. Su voz era tranquila. Demasiado tranquila. La calma del ojo del huracán—. Es una oportunidad.
—¿Una oportunidad? —Rafael se giró hacia ella. La lu