El sol caía suavemente sobre la entrada de la residencia, tiñendo de dorado los muros claros y el jardín cuidado con esmero. Las hojas de los arbustos se mecían con la brisa, y el leve aroma a lavanda flotaba en el aire. La camioneta se detuvo junto a la acera, y cuando la puerta se abrió, Sofía descendió primero. Naven seguía los pasos de su esposa siempre con su porte de Emperador inalcanzable.
Apenas la pequeña mujer puso un pie en el camino de piedra que llevaba a la entrada, dos pequeñas siluetas se lanzaron desde el porche con entusiasmo: Doki corrió con sus patitas torpes pero decididas, y Ares, con la agilidad felina de siempre, se adelantó dando saltos gráciles.
—¡Doki! ¡Ares! —exclamó Sofía, sonriendo con una calidez que parecía encenderle el rostro.
Se agachó justo a tiempo para recibir al cachorro que, entre ladridos emocionados, se lanzó a sus brazos moviendo la cola como si fuera un torbellino. Ares, más reservado, se restregó contra sus piernas, ronroneando fuerte mie