La lluvia golpeaba suavemente los ventanales de la Residencia Fort. El cielo de Madrid se había vestido de gris, como si presintiera la tormenta que también se formaba dentro de aquellos muros.
Sofía caminaba con lentitud por el pasillo que llevaba al despacho. Su corazón latía de forma irregular, como si presintiera que aquel momento marcaría un antes y un después. Apretó con suavidad la manta que cubría su vientre, buscando valor no sólo para ella… sino para el hijo que crecía dentro.
La puerta estaba entreabierta.
Naven estaba sentado en su escritorio, la chaqueta colgada en el respaldo de la silla, los puños de la camisa arremangados. El rostro tenso, la mirada fija en un punto invisible. En sus ojos grises, solía habitar una tormenta elegante. Hoy, sin embargo, lo que ella vio fue una sombra más oscura. Más peligrosa. Más… rota.
Sofía tocó suavemente la puerta.
—¿Puedo pasar?
Naven alzó la vista. Su expresión se suavizó apenas al verla, pero no dijo nada. Asintió con un lev