La limusina negra se detuvo con suavidad frente al portón principal de la Residencia Fort. El cielo de Madrid comenzaba a cubrirse de un delicado tono anaranjado que anunciaba el atardecer, y el aire era fresco, ligero, como si también el clima comprendiera que algo en aquella casa estaba cambiando.
Naven descendió primero del vehículo, erguido, elegante, como siempre. Sin embargo, su expresión era distinta. Una tensión invisible se había desvanecido de sus hombros, y aunque su rostro aún mostraba la frialdad que lo caracterizaba, había una nueva intensidad en su mirada.
Sofía bajó después, tomada suavemente de su mano.
Inés apareció de inmediato al verlos llegar. Llevaba el delantal impecablemente planchado y las manos aún húmedas del té de manzanilla que había estado preparando, pero lo que la detuvo fue la forma en que Naven rodeaba los hombros de Sofía con un cuidado que jamás había presenciado en él.
—Bienvenidos, señor Fort, señorita… digo, señora Fort —corrigió rápidamente.