El sol se filtraba cálido entre las cortinas blancas del salón, acariciando suavemente cada rincón de la estancia con su resplandor dorado. Sofía estaba sentada sobre una manta de lino extendida en el suelo, los ovillos de hilo descansaban a un lado mientras sus manos sostenían con cuidado los pequeños zapatitos tejidos con cariño durante la mañana.
Eran diminutos, de un color blanco perlado, con un lazo rosa pálido en el centro. No eran perfectos, pero Sofía los miraba como si fueran la obra más hermosa que había hecho en su vida. La lana suave aún conservaba el calor de sus dedos, y al sostenerlos sobre el regazo, sintió cómo una lágrima rodaba silenciosa por su mejilla. No era tristeza. Era felicidad pura.
—Eres real —susurró con una sonrisa, acariciando el pequeño borde redondeado del tejido—. Muy pronto voy a conocerte…
Ares, echado a su lado, alzó la cabeza como si también comprendiera la emoción de su dueña. Doki, mientras tanto, se revolvía dormido cerca del sofá, con la barri