El camino a la Universidad para Sofia esta vez se sintió pesada, pero sabía que antes de volver a dejar que sus pensamientos tomen el dominio absoluto ella tenía un examen.
El examen había terminado, pero Sofía no podía sentir alivio. La hoja entregada, el aula vacía, los profesores recogiendo materiales… todo parecía tan ajeno a ella. Sentía el zumbido persistente de un dolor de cabeza, quizás por la presión o por la falta de descanso, pero lo ignoró mientras recogía sus cosas. Afuera, Madrid seguía bañada por esa luz dorada del atardecer, la misma que había observado desde la suite del hotel. Caminó sin rumbo fijo, sin responder los mensajes de sus hermanos ni de su madre, hasta que se encontró en un pequeño parque escondido entre edificios antiguos. Un rincón de tranquilidad en medio del caos. Se sentó en una banca de madera, bajo un árbol cuya sombra la cubría por completo. Cerró los ojos. Respiró hondo. Y pensó. ¿Qué estaba a punto de hacer? Podía sentir el peso de su apellido como si la envolviera una manta demasiado pesada. Era una Morgan. No solo una hija. No solo una hermana. Hija de Alessandro Morgan, el hombre que había construido un imperio con disciplina y valores. Hermana de Aaron, líder nato, estratega implacable. Hermana de Alicia Michelle, brillante, carismática y con una mirada que siempre encontraba la verdad. Y ella… ella era la pequeña Sofía. La dulce, la noble. La que nunca decía que no si alguien necesitaba ayuda. La que siempre protegía a los que amaba. Pero… ¿cuánto era capaz de sacrificar por los demás? ¿Hasta dónde llegaría su corazón? Pensó en Catalina. Su mejor amiga, su hermana de alma. Recordó sus ojos llenos de miedo, su voz quebrada diciendo que no quería casarse. Y entonces, el rostro de Naven apareció en su mente como una sombra. Frío. Insondable. Directo. Le había dado solo una tarde. Una oportunidad. Una elección. Pero también un riesgo. Sofía apoyó la frente sobre sus manos. —Estoy a punto de meterme en un problema enorme… —murmuró—. Y papá me mataría si supiera lo que estoy considerando. Alessandro Morgan jamás aprobaría que su hija hiciera un trato así. Ni Aaron. Ni Alicia. Ninguno de ellos lo permitiría. Pero Catalina no tiene a nadie, solo a unos tíos abusivos que se aprovechan de la vulnerabilidad de Catalina. Y en ese momento lo supo. Lo entendió con esa certeza que nace del alma. Ella no era un apellido. Era su carácter lo que la definía. Y si alguien tenía que hacer algo para salvar a su amiga… sería ella. Se levantó lentamente. La brisa movía las hojas, los sonidos de la ciudad volvían a hacerse presentes. Tenía solo unas horas. Y un solo camino. Sofía regresó al hotel con la decisión ya tomada, cada paso firme, pero con el corazón latiéndole con fuerza. El sol aún no se había ocultado del todo; la tarde comenzaba a teñirse de naranja, y los reflejos del cielo se estrellaban contra los ventanales de los rascacielos. La ciudad parecía ajena a lo que estaba por sucederle. A su sacrificio. El recepcionista del hotel no le preguntó nada. Apenas la vio, hizo una breve llamada interna. Sofía pensó que tal vez la llevarían a la suite de Naven, o a alguna oficina. Pero no fue así. Un guardia corpulento, vestido con traje negro y un auricular en la oreja, se acercó a ella. —Señorita Morgan —dijo con tono neutro—. El señor Fort la espera en otro lugar. Venga conmigo. Sofía no preguntó. Se limitó a asentir y seguirlo. Subieron a un vehículo negro con cristales polarizados. El interior olía a cuero y madera pulida. Durante el trayecto, Sofía intentó calmar sus pensamientos. No sabía exactamente qué le esperaba… solo sabía que no había vuelta atrás. El auto recorrió varios minutos por las afueras de Madrid. Finalmente, se detuvo frente a unas instalaciones que, por fuera, lucían como un club privado de élite. Grandes portones, seguridad estricta, cámaras en cada esquina. Al bajar, Sofía escuchó el sonido de relinchos y vítores a lo lejos. —¿Es esto… un hipódromo? —preguntó en voz baja. El guardia no respondió, solo la guió a través de una entrada lateral. Caminaron por un pasillo alfombrado en rojo, paredes adornadas con fotografías enmarcadas de caballos ganadores y trofeos de competiciones pasadas. Finalmente, se detuvieron ante una puerta custodiada por dos hombres más. Uno de ellos asintió y abrió. El guardia habló por fin. —Adelante, señorita. El señor Fort está en la terraza del nivel superior. Sofía entró. El lugar era lujoso, con ventanales amplios que daban a las pistas de carrera. Mesas de cristal, sillones elegantes, pantallas gigantes que mostraban estadísticas. Había hombres y mujeres vestidos con trajes caros, copas de champán en las manos y risas artificiales. Era un mundo diferente. Frío. Superficial. —¿Dónde está él? —preguntó, más para sí misma que a alguien en particular. Una azafata le indicó con un gesto hacia una escalera dorada al fondo. Subió. La terraza era aún más impresionante. Privada. Aislada. Y desde allí, la vista a la pista era perfecta. Los caballos corrían en línea recta, levantando tierra. Se escuchaban aplausos. Y entonces lo vio. Naven Fort. De pie, apoyado en la baranda de vidrio, observando con atención la carrera. Llevaba un traje gris oscuro perfectamente cortado, la camisa negra desabotonada solo en el cuello. Tenía la postura de un hombre que no dudaba. Que dominaba todo lo que tocaba. A su lado, una mujer deslumbrante le hablaba al oído. Rubia, delgada, con un vestido rojo ajustado que dejaba poco a la imaginación. Reía, tocándole el brazo con fingida familiaridad. Naven no la miraba. Ni siquiera parecía prestarle atención. Pero tampoco la apartaba. Sofía se detuvo a una distancia prudente. Algo en su interior se encogió. ¿Ese era el hombre con quien debía casarse? ¿Uno que ni siquiera apartaba a las mujeres que se le colgaban como adornos? Sintió un nudo en el estómago. Naven giró lentamente la cabeza hacia ella. Sus ojos, grises como el acero, se clavaron en los suyos sin emoción alguna. Ni sorpresa. Ni agrado. Ni molestia. Solo la miró. Y luego volvió la vista al hipódromo. La mujer a su lado pareció notar algo. Siguió la mirada de Naven y entonces miró a Sofía. Sonrió con desdén. Sofía apretó la mandíbula y respiró hondo. Caminó hacia ellos. —Señor Fort —saludó con tono firme, sin desviar la mirada. Él no respondió de inmediato. Solo se giró lentamente y la observó con detenimiento. Como si la estuviera evaluando. Como si estuviera juzgando cada parte de ella. —Sofía Morgan —dijo por fin, con una voz profunda y controlada—. Pensé que te lo tomarías más tiempo. —Ya tomé una decisión —respondió ella, con el corazón golpeándole el pecho. La mujer del vestido rojo rió suavemente. —¿Otra admiradora, Naven? ¿No vas a presentarla? Él no la miró. —Puedes irte, Isabelle. La sonrisa de la mujer se desvaneció. Sofía vio la furia contenida en su rostro, pero Isabelle no dijo nada más. Simplemente se alejó, dejando un rastro de perfume caro. Naven se giró hacia Sofía, caminando lentamente hasta quedar a menos de un metro de distancia. Ella se obligó a mantener la mirada firme, aunque sentía como si el aire se espesara a su alrededor. —Supongo que ya sabes lo que ofrezco —dijo él sin emoción. —Sí —respondió ella—. Y estoy aquí para aceptar. Una ceja se arqueó apenas en el rostro de Naven. —¿Sabes realmente lo que implica casarte conmigo, Sofía? No soy un hombre amable. Ni uno que se preocupe por complacer a nadie. —No estoy buscando amor —dijo ella con voz suave pero firme—. Solo quiero proteger a Catalina. Tampoco en mis planes estaba cometer un error como el que ya he cometido al acercarme a usted. — Definitivamente hay errores que tienen un costo muy alto — La voz de Naven era enigmática y peligrosa envuelta por una nube de misterios. Naven ladeó ligeramente la cabeza, como si encontrara curioso que no vacilara. —Una mujer noble —murmuró—. Rara avis. Dio media vuelta, regresando a la baranda para observar la pista. —Entonces será así. Mañana firmaremos los documentos. Un contrato nupcial sin lugar a interpretaciones. Todo será como yo diga. ¿Está claro? —Sí —respondió ella sin titubear. Pero mientras él miraba la pista sin volver a verla, Sofía supo que acababa de atarse al hombre más enigmático y peligroso que jamás había conocido. Este hombre quizá era más poderoso que de su cuñado Dante Moretti. Y que lo que se avecinaba… sería mucho más que un simple contrato.