HIPODROMO

El aire en la terraza del hipódromo se volvió más denso con la llegada de una nueva figura. Era imposible no notarlo: un hombre de estatura media, de rostro bronceado por el sol de Marbella, rodeado de guardaespaldas discretos, pero visibles. Llevaba un traje blanco, llamativo, arrogante, como su sonrisa. Detrás de él, una mujer rubia de curvas escandalosas y vestido ajustado se balanceaba sobre tacones finísimos, colgada de su brazo como si su vida dependiera de eso.

—Naven Fort —saludó el recién llegado con tono festivo y cargado de confianza—. ¡Por fin te encuentro en Madrid! Siempre tan escurridizo — Era evidente que si aquel hombre pudiera besar el suelo por donde Naven pisa, definitivamente lo haría.

Naven no se movió. Ni una sonrisa, ni una palabra. Solo asintió con un leve gesto que apenas se notó. Su mirada continuaba fija en la pista, donde los caballos daban la última vuelta. El hombre no pareció incomodarse. Se acercó más, con pasos relajados, y su mirada se desvió hacia Sofía.

—¿Y esta belleza? —dijo con tono demasiado animado—. No sabía que ahora también llevabas compañía, Naven. ¿Es nueva en tu colección?

Sofía parpadeó. Un calor repentino le subió al rostro. Sintió cómo las mejillas se le teñían de rojo, no de orgullo, sino de incomodidad. La palabra compañía le golpeó como un balde de agua helada.

—¿Dama de compañía, verdad? —insistió el hombre, esbozando una sonrisa llena de dientes—. ¿Cuál es tu nombre, preciosa?

Los ojos verdes de Sofía bajaron al suelo, nublados de timidez. Se sintió desnuda en medio de una sala llena de personas que jugaban con millones, con poder, con palabras afiladas. Quiso responder, pero su garganta se cerró.

Ella no era parte de ese mundo. No pertenecía allí.

— Creo que esta equivocado señor —respondió finalmente con voz baja, sin mirarlo directamente.

—¿Equivocado?—repitió el empresario, fingiendo sorpresa—. Vaya, vaya… interesante. Pero igual de encantadora.

La mujer que lo acompañaba lanzó una carcajada nasal.

—No le hagas caso, cariño —le susurró a Sofía—. A él le encantan las cosas nuevas.

Sofía se apartó medio paso, insegura. Su postura retraída contrastaba con la seguridad y provocación de la otra mujer. Quería defenderse, decir que no era lo que creían, que no estaba allí por placer ni por dinero, pero no sabía cómo explicar la verdad sin abrir heridas más profundas.

Y Naven… seguía sin decir una palabra.

Estaba allí, justo a su lado. Con esa presencia que parecía llenar la terraza, imperturbable, como si el mundo no pudiera rozarlo. No dijo nada para defenderla. No corrigió al otro empresario. No apartó esa mirada malintencionada de su socio.

Sofía lo miró de reojo. Sus facciones eran una escultura de mármol: frías, perfectas, inalterables.

¿Le importaba tan poco lo que pudieran hacer o pensar de ella? ¿O acaso disfrutaba viendo cómo la juzgaban?

—Pensaba ir a Ginebra la próxima semana, Naven —continuó el empresario, sirviéndose una copa del bar cercano como si estuviera en su casa—. Tal vez puedas darme el contacto de esta señorita si tú… ya no la necesitas.

Sofía se congeló.

El aire pareció detenerse por un segundo. Era una broma, lo sabía. Pero una broma pesada. Cruel. Humillante.

Por fin, Naven giró lentamente la cabeza hacia su interlocutor.

—Ella no está en alquiler, no es la mujer que estás pensando —dijo con voz baja, sin alterar el tono, pero con una firmeza que cortaba el aire como una cuchilla.

El empresario parpadeó, incómodo. No era habitual que Naven hablara. Mucho menos que corrigiera a alguien en público. Se aclaró la garganta, fingiendo indiferencia.

—Oh, vamos… solo es una broma lo que estás diciendo, es una dama de compañía lo sé.

—Mis bromas nunca suenan así —contestó Naven con una frialdad demoledora.

El silencio cayó sobre el grupo. La rubia del empresario fingió interesarse por el diseño de sus uñas. Sofía seguía sintiendo cómo sus mejillas ardían. A pesar de la breve defensa de Naven, el daño ya estaba hecho.

El hombre rió con torpeza y levantó su copa.

—Bueno, bueno… no quiero arruinar la noche. ¡Por los caballos y las sorpresas! —y sin esperar aprobación, bebió de un solo trago antes de alejarse con su séquito, arrastrando su sonrisa y su vergüenza.

Sofía no dijo nada. Miraba hacia el horizonte, más allá de las pistas, como si pudiera encontrar aire en alguna parte.

—¿Así es siempre este mundo? —murmuró Sofia ajena a todo esto que estaba viviendo, nunca estando con su padre había estado en este ambiente de Damas de compañía y demás.

Naven no respondió de inmediato. Solo se acercó de nuevo a la baranda, a su lado. La vista desde allí era magnífica, pero Sofía no la disfrutaba.

—Aquí, todo el mundo cree tener derecho a todo —dijo él finalmente.

—Incluida yo.

Él la miró entonces. No con ternura, ni con disculpas. Solo la observó como si analizara una ficha que le interesa por razones que no admite.

—Nadie estará contigo sin mi permiso —respondió con calma—. Nadie.

—Eso no lo hace mejor —contestó ella, sin saber de dónde sacaba el valor para hablarle así.

Naven pareció encontrar eso curioso. Una sombra de sonrisa asomó en la comisura de sus labios, pero desapareció de inmediato.

—Será mejor que vuelvas al hotel —ordeno—.espérame allí para la firma, en la misma Suite en la que te mostraste muy valiente.

Sofía asintió sin decir más. Ya había visto suficiente por hoy.

Cuando bajó las escaleras y salió del recinto, el atardecer había desaparecido del todo. La noche caía sobre Madrid con una lentitud pesada. Mientras el auto la llevaba de regreso al hotel, no dejaba de pensar en la mirada de Naven, en su silencio… y en lo que acababa de aceptar.

Había firmado su libertad sin tinta. El vehículo de la pequeña mujer avanzó hasta llegar al hotel.

La puerta se cerró con un leve chasquido tras la figura de Sofía Morgan. Su perfume aún flotaba en el aire, delicado y dulce, tan ajeno a todo lo que representaba Naven Fort. El silencio de la suite se apoderó del ambiente como una manta de plomo. Mientras que el empresario permaneció unos segundos quieto, observando el lugar por donde ella se había marchado. Sus ojos grises, fríos como el acero, no revelaban emoción alguna. Pero detrás de esa quietud, algo se había movido: un leve cambio, una pequeña grieta que ni él mismo quiso aceptar.

Con paso lento y seguro, Naven se dirigió al sillon de cuero que reposa en aquella zona vip del Hipódromo, donde reposaba un teléfono fijo de diseño elegante. Se acomodó en la silla de respaldo alto, de cuero negro, y pulsó un número sin siquiera mirar.

—Fort al habla —dijo en voz baja, cuando la línea fue respondida al tercer tono.

—Vaya, Naven Fort. Qué grata sorpresa. Creí que nunca yo recibiría una llamada suya —respondió la voz ronca de Harry Meyer desde el otro lado. Se notaba que había estado bebiendo, como siempre.

—No tengo tiempo para cortesías, Harry. Estoy cerrando un acuerdo. Algo que podría interesarte.

Hubo un breve silencio.

—¿Negocios nuevos? ¿Otra empresa quebrada para absorber? —preguntó Meyer con tono burlón — No, no puede ser aquello, puesto que eres Naven Fort.

—No, tampoco soy un Dios, no olvidemos que dijeron que el Titanic nunca se hundiria, pero ahora mismo no estoy para entrar en esos conflictos, se trata de un matrimonio —soltó Naven sin vacilar—. Me comentaron hace unas semanas que tu círculo en Berlín está presionando por una imagen más sólida… más familiar. Quieren verte comprometido, “estable”, para ganar el contrato con los bancos suizos, ¿no es así?

—Sí… esos malditos quieren que parezca un hombre confiable. Y una esposa decorativa siempre suma puntos. Pero que sea sumisa, bonita y discreta, ya he comprado una.

— Tengo otra de mejor porte que la que te vendieron—respondió Naven, como si estuviera hablando de un coche de lujo—. Tengo a la persona indicada para ti. Se llama Lorena Viera. Es joven, elegante, bien educada. Su familia tiene conexiones en América Latina, lo cual puede interesarte para tus inversiones futuras.

—Viera… me suena ese apellido. ¿No son los sobrinos de los Caballeros de Castilla? Me han ofrecido una de Apellido de La Cruz, pero son de escasos recursos, en cambio la Familia Viera puede darme más salidas.

—Correcto. Pero la chica no esta desamparada. Tiene voz Y voto sobre su futuro, pero es obediente.

—¿Obediente, seguro?

— Si —respondió Naven con frialdad—. Pero puedes moldearla. Alguien como tú sabrá qué hacer con una mujer que no tiene escapatoria.

Del otro lado, Harry rió. Una risa áspera, como papel desgarrado.

—Eres un hijo de puta, Fort.

—Y tú también —le respondió Naven con calma.

—¿Y qué sacas tú de esto?

—Digamos que me debes una. Y yo no olvido los favores. Además, quiero algo más.

—Adelante.

—Mantente alejado de Catalina de La Cruz. No la mires, no la toques, no la nombres. No la pongas en tu radar.

La línea enmudeció por unos segundos. Harry no era tonto. Sabía que Naven no ofrecía advertencias sin un motivo profundo.

—Vaya, vaya… ¿Qué tiene de especial la señorita Cruz? —preguntó con un deje de curiosidad morbosa.

—Nada. Pero alguien muy cercana a ella me pertenece. Y eso es suficiente.

—Entiendo… así que volvemos a los tiempos antiguos: una mujer por otra. La clásica danza del poder. Bueno, me gusta tu estilo, Fort. Cerraré este acuerdo.

—Excelente. Mis abogados enviarán el contrato mañana. Aceptas las condiciones, cumples con la ceremonia y te comportas como un caballero en público.

—Y en privado puedo hacer lo que me plazca, ¿verdad?

—No soy tu conciencia, Meyer. Pero recuerda, si arruinas esto, perderás más que una inversión.

—Tienes mi palabra.

—No me interesa tu palabra —dijo Naven mientras colgaba el teléfono sin esperar una despedida.

El lugar volvió a quedar en silencio, pero no era el mismo que antes. Había una tensión suspendida, como si el aire supiera lo que acababa de ocurrir: una vida ofrecida a cambio de otra. Un alma inocente vendida por conveniencia, otra que se ha sacrificado por intereses aún desconocidas.

Se levantó, caminó hacia la ventana y observó la ciudad extendiéndose más allá del cristal que mostraba toda la ciudad desde aquella vista que tenía en el Hipódromo. Madrid ardía en luces, en voces, en promesas vacías. Y allí, en medio de ese mundo corrupto, él acababa de firmar el destino de dos mujeres.

Otra, Sofía, protegida por alguien que no conocía límites… pero que comenzaba a mirarla de forma distinta.

Y sin embargo, en los ojos grises de Naven Fort no había rastro de remordimiento. Solo una certeza silenciosa.

En el tablero de ajedrez que era su vida, acababa de mover una pieza importante. Y aunque aún no sabía si la reina era Sofía, lo que sí tenía claro era que ningún otro rey la tocaría.

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