El tic-tac del reloj de pared resonaba como una suave letanía en la sala. El blanco de las paredes y el tenue zumbido de los monitores conformaban un silencio frío, casi quirúrgico, interrumpido solo por el ocasional murmullo de enfermeras y el débil sonido de otros recién nacidos en habitaciones vecinas.
Pero para Naven, el mundo se había reducido a un solo punto: la pequeña cuna transparente donde descansaba su hija y la puerta que lo separaba de su esposa.
Se encontraba sentado junto a la cuna, los codos apoyados sobre las rodillas, las manos entrelazadas, entonces saca algo de su bolsillo y toma la pastilla, se levanta en budca de agua, debía seguir con unas pastillas durante 7 meses más, era hasta completar un año.
Después de hacer aquello volvio a su lugar. Observaba con una mezcla de devoción, incertidumbre y algo parecido a temor reverencial. La niña dormía profundamente, envuelta en una mantita de hospital. Su piel era tersa, apenas rosada, el cabello oscuro como él era fa