El cielo, teñido de un rojo profundo, parecía una herida abierta sobre la ciudad. Las luces de los rascacielos titilaban tenuemente, proyectando sombras alargadas que se movían como si tuvieran vida propia. A medida que la intensidad de la luz artificial descendía rápidamente, la luna en su punto más alto dominaba la escena, como una sentencia ineludible.
Desde las alturas, la ciudad era un infierno: criaturas grotescas llenaban las calles. Los licántropos, de un tamaño descomunal y pelaje rojizo, se devoraban entre sí, irracionales y hambrientos. A su lado, los vampiros deformados, con sus cuerpos esqueléticos, ojos negros y columnas sobresalientes, se movían como una plaga imparable, sin lealtad ni propósito más que destruir.
En medio de ese caos, Sanathiel, en su forma de lobo blanco, lideraba a los Nevri como un faro de esperanza. Su pelaje brillaba bajo la luz de la luna, y con un rugido ensordecedor, ordenó a su manada dispersarse.
—¡No dejen que estas abominaciones avancen! ¡Pr