Cuando abrí los ojos, no supe de inmediato si estaba despierta o aún atrapada en algún rincón húmedo de mi inconsciente. Todo era penumbra y mi cuerpo se sentía pesado, como si hubiese estado dormida durante siglos. El suelo frío me rozaba la mejilla y un tenue resplandor azulado vibraba a través de mis párpados. Me obligué a abrir los ojos por completo.
Estaba en mi habitación, sí, pero algo andaba mal. Muy mal.
La lámpara de mi buró parpadeaba como una vela a punto de extinguirse, proyectando sombras que se estiraban y se contraían sobre las paredes. El anillo… Me lo había puesto, ¿cierto? Lo recordaba claramente. Lo deslicé por mi dedo anular como si algo —alguien— me lo hubiera pedido. No con palabras, sino con una urgencia sutil que no nacía de mí.
Y entonces… nada. Oscuridad.
Me incorporé lentamente, apoyando una mano sobre la alfombra. Mi piel estaba erizada. El anillo aún estaba allí, ceñido a mi dedo como un animal aferrándose con los colmillos a la carne. Su forma era se