No sé si fue un sueño.
No estoy segura de que aquello fuese solo algo que imaginé mientras estuve inconsciente durante no sé cuanto tiempo.
Había experimentado una caída… una caída que parecía no tener fin hacia un pozo profundo, más allá del tiempo, más allá de todo lo que conocía.
Flotaba en mi propio país de las maravillas. Uno más oscuro y siniestro.
No sentía en el cuerpo, ni frío, ni dolor, ni la punzada latente del alcohol. Solo un murmullo lejano, como si el universo susurrara entre suspiros.
Y entonces, lo vi.
Primero fue una silueta.
Una figura humana, encorvada, temblorosa. Era un hombre. Su rostro estaba cubierto por una barba larga y descuidada y los ojos, hundidos como el agujero de tierra de un recinto mortuorio, parecían haberse resignado al dolor.
Pero lo más impactante no fueron sus ojos, fue la baba negra que lo envolvía, que le escurría desde la nuca hasta los pies como si fuera parte de su piel, como si estuviera pudriéndose desde adentro. Se derretía en vida y na