A veces creo que mamá es como un libro antiguo, es muy hermosa, llena de sabiduría, pero pareciera que tiene algunas páginas arrancadas que no me permite leer. Vivimos juntas desde siempre y más allá de ser madre e hija, creo que somos buenas amigas. De esas que pueden pasar horas sin hablar, simplemente compartiendo el mismo espacio con una taza de té, un libro y el ronroneo suave de Orión. Y para mi es más que suficiente.
Desde que llegamos a Sira, hemos pasado más tiempo juntas que nunca. Hacer una mudanza entre dos no es tarea sencilla y eso nos obligó a coordinarnos, empacar recuerdos y también… desempolvar viejos silencios. Y entre todos esos silencios, hay uno que siempre ha estado ahí. El de mi padre. Nunca he sabido su nombre. Ni siquiera cómo era. Tampoco si alguna vez él supo de mi existencia. Es como si fuera un fantasma, uno que mamá se niega a invocar, pero que parece recorrer cada rincón de la casa. A veces me he detenido a pensar, que incluso, el tema de las mudanzas se deba más a una huida constante. No sé si de él o de su recuerdo. Cuando he intentado preguntarle, su mirada se nubla, me acaricia la cabeza y cambia de tema. Como si con una caricia que me despeina pudiera despejar la nube de aquella duda que crece cada vez más en mí. Esa tarde, la casa olía a madera recién barnizada y a limpiador de lavanda. Mamá había decidido hacer una limpieza profunda, de esas que implican mover muebles que no sabías que podían moverse y que dejan marcas en el suelo, y sacar cajas que nadie sabía que existían. Yo me quedé sola cuando ella salió a hacer unas compras. Y ella había prometido no tardar. Siempre que me quedaba sola en casa, a veces sentada en el suelo del salón, con Orión acurrucado a mi lado, yo le hablaba como quien escribe en un diario, sin esperar respuesta, pero sabiendo que el acto en sí mismo alivia el alma. —¿Crees que mamá me oculta algo? —le pregunté en voz baja, mientras le rascaba el mentón—. Siempre he sentido que lo hace. Pero… ¿Y si es porque algo le duele? ¿O porque simplemente hay algo que no puede decir? Orión parpadeó con esa expresión de sabiduría felina que siempre me ha parecido un poco inquietante. Su cola se movió como un metrónomo silencioso y sin previo aviso, dio un salto repentino hacia un montón de cajas apiladas junto a la puerta del recibidor. —¡Orión! —grité, incorporándome de inmediato. Y como si el tiempo se volviera más lento, pude ver con claridad la trayectoria de su cuerpo, el ángulo de su salto y el impacto inevitable. Las cajas comenzaron a tambalearse como un castillo de arena a punto de ser destruido por una ola gigantesca. Instintivamente, calculé el punto exacto en el que caerían, me deslicé a un lado y por poco, no terminé sepultada por los montones de papeles viejos, cintas de cassette descoloridas y álbumes polvorientos. Suspiré. Había ocurrido de nuevo. Era como si el tiempo se detuviera lo suficiente como para poder analizar cada detalle de la escena y esquivar la amenaza cual felino. No era la primera vez que ocurría. Esa sensación pesada, como si fuera capaz de poder parar el tiempo, era algo habitual, aunque todavía me seguía resultando un tanto extraña. Mientras recogía todo con resignación, algo llamó mi atención. Entre la maraña de papeles, sobres sin abrir y carpetas, una pequeña fotografía yacía en el suelo, apenas a centímetros de mis pies. La recogí con cuidado. La energía que emanaba ese pedazo de papel me recorrió el cuerpo como un escalofrío. Como electricidad viajando a través de mi torrente sanguíneo golpeando fuertemente mi cerebro. En la imagen, mamá lucía muy joven. Demasiado joven. Sonreía con esa expresión que yo solo he visto en sus momentos más auténticos. A su lado, había un hombre. Al principio pensé que era un extraño. Pero luego, al notar sus rasgos —los ojos almendrados, la forma de la boca, incluso la curvatura exacta de la nariz— sentí un escalofrío recorrerme la espalda. Caminé hasta el espejo del recibidor y levanté la foto junto a mi rostro. La semejanza era imposible de ignorar. —¿Es él...? —murmuré. Mi reflejo me devolvió una mirada confundida, como si también quisiera saberlo. Orión saltó al respaldo del sofá, se sentó con esa elegancia felina de costumbre y me observó. Como si él también entendiera que acababa de encontrar una pieza importante de un rompecabezas que llevaba toda la vida sin resolver. Me senté en el suelo, con la foto en la mano y la respiración un tanto agitada. —¿Por qué nunca me lo mostró? Ni siquiera en fotos, —le pregunté al gato, aunque sabía que no respondería —ella dijo que no tenía ninguna. Hablar con Orión me ayudaba. Poner en voz alta las preguntas que me carcomían me hacía sentir menos sola y poco más cerca de la verdad. —Tal vez... tal vez no era solo su silencio. Tal vez hay algo más —continué, acariciando el borde de la fotografía con el dedo—. ¿Y si no lo menciona porque es peligroso? No encuentro otra razón por la cual no pueda hacerlo. Mi mente elucubró teorías que usualmente guardaba solo para los mangas que leía. Padres ocultos, secretos del pasado, amores imposibles, traiciones... peligro. —Pero no puedo preguntarle ahora. No directamente. Eso arruinaría todo lo que hemos avanzado. Pero tengo que saber quién es —concluí, en un murmullo firme. Orión bostezó y cerró los ojos mientras se giraba para darme la espalda. —Sí, claro... tú solo duermes. Yo me quedo con el misterio. Apreté la fotografía contra mi pecho antes de correr hacia mi habitación y guardarla en una caja metálica de galletas. De esas que normalmente usan las abuelas para guardar hilos y agujas. No era el mejor lugar, pero al menos estaría segura. Tal vez había llegado el momento de buscar respuestas por mí misma. No pensaba decirle nada a mamá todavía. No sabía cómo. Y sinceramente, no quería arruinar lo que teníamos con una confrontación que quizás no estaba lista para tener. Además, tenía otros asuntos... inesperados, que también me daban vueltas en la cabeza.