—Quédate aquí, no salgas —le advirtió Mad a Amalia.
Las curiosas vueltas que daba la vida no les dejaban lugar para el aburrimiento. De querer matarla por atacar a Ana, ahora Mad intentaba protegerla de ella. Su novia, herida como estaba, se había escapado de la clínica y con eso convertido en la principal sospechosa del nefasto crimen que la había dejado huérfana.
—Tú no mataste a tus padres, ¿verdad, Mad?
—A mi padre nunca lo conocí y mi madre murió de leucemia. Era lo más importante en mi vida.
—Apuesto a que sí. Esa Ana resultó ser más bestia que tú, es un demonio y tú la creías un ángel.
Él nada dijo. Su vida junto a ella había sido lo más cercano a una estadía en el paraíso.
Amalia quería preguntarle si mataría a Ana cuando la encontrara, pero sospechaba que la respuesta sería negativa. Mad podía ser un despiadado asesino, pero tenía su corazoncito y la bicha criminal seguía viviendo en él.
—Voy a encontrarla. Está herida y no podrá ir muy lejos.
—No confíes en ella, Mad. No