Un francotirador me resolvió de manera eficaz lo que mis hombres no podían desde la distancia: acabar con esos bastardos.
Usamos silenciadores para evitar el ruido, y a los otros pocos que quedaron fuera, yo mismo los acabé usando mi navaja favorita.
Pero en un pequeño descuido, las balas empezaron a volar y a alertar a más hombres.
—¡Maldita sea! Conté veinte...—
Pero eso no nos detuvo. El problema es que no quería alertar al maldito viejo, no antes de que pueda estar cerca de él, pero ¿qué más da?
El sonido del cuchillo hundiéndose en sus carnes es exótico. La torrente de sangre se derrama por montones y me salpica a medida que hago cortes como una obra de arte.
—¡Agggghh!— el cuchillo hasta el fondo, justo en el cuello.
Alguien me golpea por detrás, pero mi codo es suficientemente rápido para pegarle, al igual que mi pierna, le hundo la rodilla en el estómago y una patada en la cara me hace terminar de derribarlo.
—¡Hijo de perra!— me grita uno mientras se cuadra alzando los puños.