Los guardias me arrastraron desde la plaza con la brutal indiferencia que se reserva para el ganado. Me empujaron a través de caminos que yo misma había ordenado pavimentar y me llevaron a la parte trasera del asentamiento, a un área que, como Luna, rara vez visitaba: el dominio de lo invisible, de lo servil. Me arrojaron a un cobertizo de madera destartalado, situado detrás de las cocinas del clan, y el hedor me golpeó como una pared física. No era solo el olor a basura y grasa rancia; era un aroma de capas, acumulado durante años. Olía a paja húmeda que comenzaba a pudrirse, a sudor viejo, a excrementos de ratón y, por debajo de todo, a una desesperanza agria y penetrante.
—Aquí te quedas —gruñó Kael. Su voz estaba cargada de un profundo desprecio que, extrañamente, me resultó familiar. Era el mismo tono que usaba Rheon cuando se dirigía a los clanes menores—. Tu primera tarea es baldear los suelos de la cocina. Están cubiertos de la grasa del banquete de anoche. La cocinera jefe, G