La sonrisa de Syrah era una herida en la oscuridad del cobertizo. Se acercó, moviéndose con esa gracia líquida y silenciosa que siempre había envidiado, una pantera que juega con un ratón herido. El aire, ya viciado por la paja húmeda y la desesperación, se cargó con su perfume, una mezcla embriagadora de lirios nocturnos y algo más, algo afilado y metálico, como el veneno en la punta de una daga.
—Así que, aquí es donde terminan los sueños de grandeza —dijo, su voz era un susurro burlón que se deslizó por mi piel como un reptil—. De Luna del clan a la reina de la paja y la suciedad. Debo admitir que tiene cierta justicia poética.
Mantuve la mirada clavada en el suelo sucio, mi cuerpo acurrucado en una postura de sumisión absoluta, la que había ensayado hasta que se sintió como una segunda piel. No respondí. El silencio, mi aparente derrota, era mi única defensa contra ella. Sabía que buscaba una reacción, una chispa de la antigua Naira, la prueba que necesitaba para confirmar sus sos