El mundo se había reducido a tres cosas: el blanco cegador de la nieve, el rojo vibrante de mi propia sangre y el dolor abrumador que me partía en dos. La contracción me abandonó tan bruscamente como había llegado, dejándome jadeando en la nieve, con el cuerpo temblando y la mente hecha un caos de terror.
La presa, el símbolo de mi victoria, yacía a solo unos metros, su cuerpo aún desprendía un leve calor que se perdía en el aire helado. Era la vida para mis hijos, la única oportunidad que tenían. Pero entre nosotros y la seguridad de la cueva se extendía una distancia imposible, un desierto blanco que ahora tendría que recorrer dejando un rastro de sangre.
"Olvida el ciervo", gimió Nera en mi mente, su voz era un hilo de puro pánico maternal. "Olvídalo, Naira. Tenemos que movernos. Ahora. La cueva. La cascada", ordenó mi loba, claramente asustada. "El rastro de sangre… atraerá a otros. A todos. El oso no es el único depredador en estas montañas, y ahora hueles a presa herida".
"No pu