El aroma característico de Syrah no solo flotaba en el aire; parecía estar impregnado en mis propias prendas, como si una docena de saquitos de lavanda hubieran sido abiertos y sacudidos allí dentro. El olor se aferraba a la lana de mis vestidos, a la seda de mis camisolas, una contaminación invisible y absoluta.
Mi sangre se convirtió en hielo. Recorrí la cabaña con la mirada, tenía el corazón martilleando en mi garganta. No había nada fuera de lugar. Ningún objeto movido, ninguna nota, ninguna amenaza escrita. Nada. Y eso era lo más aterrador de todo.
Syrah no había dejado una advertencia. Había dejado una prueba de su omnipresencia. Había estado allí, en la quietud de la tarde. Había abierto mi armario, había tocado mis cosas más personales, había contaminado mi santuario con su esencia y se había marchado sin dejar más rastro que un perfume.
El mensaje era infinitamente más cruel que una carta amenazante. Decía: "No tienes un lugar seguro. Puedo entrar en tu refugio, tocar lo que