Capítulo 2
Cuando Ariadna nació, en la sala de maternidad todos los bebés lloraban apenas llegaban al mundo, pero ella no lloró.

Mi mamá pensó que algo no estaba bien, casi como si estuviera embrujada, así que llamó a un vidente. Pero nunca imaginó que, en cuanto ese vidente, Edgar Núñez, cruzara la puerta de la casa, se quedaría mirándome fijamente.

Dijo que nuestras energías chocaban, que por eso la suerte de Ariadna era tan frágil y que yo terminaría devorando su buena fortuna; aseguró que, si yo no abandonaba la casa, Ariadna no viviría más allá de los veinticinco años.

Desde entonces, mis padres, Carlos Reyes y Susana García, no hacían más que pensar en cómo sacarme de la familia.

Tal vez porque lo presentía, intenté de todas las formas posibles ganarme el cariño de Ariadna; al fin y al cabo, yo solo quería quedarme.

Le llevé a su cuarto mis juguetes favoritos, mientras ella tenía los muñecos más nuevos apilados en el estante, llenándolo por completo.

Apenas me acerqué un poco, me sonrió con esa expresión tan inocente y adorable que tenía de niña y, justo cuando pensé que también le agradaba, me equivoqué.

De pronto empujó la torre de bloques que tenía delante, la tiró al piso y se puso a llorar desconsoladamente. Cuando mis padres llegaron corriendo, fueron directamente a consolarla, y yo me quedé allí, inmóvil, recibiendo una bofetada de mi madre.

De inmediato mis oídos empezaron a zumbar y sentí la sangre resbalar por la comisura de mis labios; en ese momento supe que Ariadna y yo jamás podríamos convivir.

Después me enviaron a vivir con mi abuela, Elena Olvera, quien me crió ella sola, poco a poco. Hace dos años, de repente, mis padres dijeron que querían regresarme a casa, y yo, siempre esperando un poco de amor de su parte, acepté sin dudar.

Regresé a mi escritorio, encendí la computadora y me quedé mirando mis bocetos uno por uno. Ariadna había estudiado danza toda la vida, así que no entendía en qué momento se había puesto a aprender diseño y artes visuales.

Les pregunté a varios compañeros si podían enseñarme los trabajos que Ariadna había entregado antes en la empresa, y muy pronto una colega me envió un archivo con sus diseños.

Los revisé con detenimiento y, cuanto más miraba, más se me helaba la sangre: ¡todos eran exactamente iguales a los míos! Incluso había algunos que yo jamás había publicado y que solo eran diseños privados.

Sin embargo, todos estaban ya circulando en el mercado. Era imposible… ¿cómo podía ser? Algunos de esos bocetos yo los había guardado para, algún día, abrir mi propio estudio; nadie más sabía de su existencia.

Borré los diseños de la computadora de inmediato, intentando calmarme, respirar y pensar con claridad.

Yo era alguien que ya había muerto una vez y había regresado, así que tenía que haber algún detalle que todavía no había descubierto. Desde la preparatoria empecé a estudiar arte, entré a la academia con los mejores resultados y después me especialicé en diseño de joyería; tengo la técnica más sólida y la mejor calidad en mis trazos.

Respiré hondo y traté de calmarme. Fuera cual fuera su método, yo haría un nuevo diseño, uno completamente distinto.

Apagué la computadora. Después de todo lo ocurrido, me daba miedo volver a usarla.
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