Al darme cuenta de que la excusa para llevarme de vuelta a casa jamás había sido reparar más de veinte años de abandono, sino servirse de mí, el corazón se me fue endureciendo hasta quedar frío y entumecido.
Me incliné frente a María, en señal de respeto.
—Por favor, dime cómo romper esto.
Ella posó una mano sobre mi cabeza.
—Mañana mismo debes volver. Te daré un amuleto para ayudarte a encontrar el santo prohibido. Debes destruirla; al hacerlo, todo se resolverá. Y quien preparó esta trampa sufrirá el rebote del ritual. No pasará ni un día antes de que su cuerpo reviente. Eso ya no será asunto tuyo; cada maldito recibe su propio final.
Asentí en silencio. Después de despedirla, regresé sola a mi cuarto. Me senté en la cama, abrazando las piernas, con la mirada helada. “Que esperen… todos ellos pagarán lo que deben”, pensé.
Siguiendo las palabras de María, a la mañana siguiente me despedí de Elena y tomé el camino de regreso a casa. En mi mano llevaba el amuleto que ella me había entre