Ariadna me miró frunciendo el ceño.
—No intentes ningún truco. Dame la estatua. Cuando te mueras, te voy a hacer un altar. Yo me voy a quedar con el puesto de diseñadora principal y voy a vivir mejor que tú.
Observé su expresión triunfal y sonreí con calma, y luego estrellé la estatua contra el suelo.
Un chillido aterrador resonó por todo el lugar.
—¡Aaaah!
Un humo denso y negro se disipó en el aire.
Ariadna me miró con horror y luego bajó la vista hacia los pedazos de la estatua.
—¡No… no! ¡No puede ser!
Su mirada se volvió feroz, como si quisiera arrancarme la piel a mordiscos. Corrió hacia mí justo cuando el telón del escenario se abrió.
La multitud en el auditorio lo había visto todo, y los reporteros alzaron sus cámaras para captar el momento. Mis padres, entre el público, observaban a Ariadna completamente atónitos. Por fin entendían que habían estado equivocados desde el principio.
Ariadna comenzó a alterarse. Su rostro empezó a sangrar por los ojos, la nariz y la boca, y tal co