Abrí la mochila y, tal como lo imaginaba, allí estaba la estatua del santo prohibido. Era completamente negra, con un rostro retorcido, algo entre un felino y un zorro, y dos colmillos largos que sobresalían de la boca.
Apenas la tomé entre mis manos, el aire en el camerino se volvió helado.
Y justo cuando levanté el brazo para estrellarla contra el suelo, la estatua habló:
—Paulina, soy tu abuela. Te extraño, mi niña. Ven, acompáñame.
Mis pupilas se dilataron; el terror recorrió mi espalda como un latigazo. Esa cosa era capaz de imitar la voz de cualquiera de mis seres queridos.
Ignorando el miedo, levanté la estatua con más fuerza para destruirla.
En ese momento, Ariadna abrió de golpe la puerta. Había escuchado el llamado de la estatua y corrió para detenerme.
Estreché la estatua contra mi pecho y la amenacé con romperla allí mismo. Ariadna palideció, retrocedió de inmediato, sin atreverse a acercarse más, temiendo que realmente la hiciera pedazos.
Aproveché el instante y salí corri