Cuando Ariadna nació, en la sala de maternidad todos los bebés lloraban apenas llegaban al mundo, pero ella no lloró.Mi mamá pensó que algo no estaba bien, casi como si estuviera embrujada, así que llamó a un vidente. Pero nunca imaginó que, en cuanto ese vidente, Edgar Núñez, cruzara la puerta de la casa, se quedaría mirándome fijamente.Dijo que nuestras energías chocaban, que por eso la suerte de Ariadna era tan frágil y que yo terminaría devorando su buena fortuna; aseguró que, si yo no abandonaba la casa, Ariadna no viviría más allá de los veinticinco años.Desde entonces, mis padres, Carlos Reyes y Susana García, no hacían más que pensar en cómo sacarme de la familia.Tal vez porque lo presentía, intenté de todas las formas posibles ganarme el cariño de Ariadna; al fin y al cabo, yo solo quería quedarme.Le llevé a su cuarto mis juguetes favoritos, mientras ella tenía los muñecos más nuevos apilados en el estante, llenándolo por completo.Apenas me acerqué un poco, me sonrió con
Leer más