La noche pasó sin misericordia.
Lucía apenas durmió. Cada vez que cerraba los ojos, la carta del duque se encendía en su mente como un hierro candente:
"Mañana enviaré una criada.
No es ayuda.
Es supervisión."
La frase se repetía, martillando su pecho.
Cuando el sol apenas comenzaba a filtrarse entre las cortinas, Lucía ya estaba sentada en la cama, abrazándose las costillas aún adoloridas. Sentía el cuerpo vivo de dolor, pero la amenaza en la carta dolía más.
El duque estaba moviendo piezas.
Piezas dentro del castillo del príncipe.
Piezas que apuntaban a ella.
Respiró hondo, obligándose a mantenerse firme.
Ya no era la Lucía original.
Ya no era la niña rota a la que el duque había quebrado tantas veces.
Pero él aún tenía poder sobre ella.
Demasiado.
Un golpe seco contra la puerta la hizo sobresaltarse.
—Mi lady, ¿está despierta? —la voz cálida de Alana.
Lucía exhaló.
Por un momento… pudo respirar.
—Sí, pasa.
Alana abrió y entró con una sonrisa suave, sosteniendo un cuenco con agua ti