Después del enfrentamiento y la suspensión, Clara no volvió a casa. Con el rostro aún ardiendo por la rabia y el corazón hecho pedazos, tomó un taxi y se registró en un hotel discreto en las afueras de la ciudad.
Encendió el celular varias veces, solo para ver el nombre de Mateo parpadear en la pantalla. Decenas de llamadas perdidas, mensajes de voz, notificaciones que no quiso escuchar. Lo apagó y se dejó caer en la cama con los ojos abiertos, sin lágrimas, demasiado cansada para llorar.
"Al menos aquí puedo dormir sin verlo, sin escucharlo, sin que me mienta otra vez", pensó antes de cerrar los ojos.
A la mañana siguiente, los pasillos del bufete parecían distintos. No había risas ligeras ni charlas improvisadas sobre proyectos. Había murmullos. Susurros contenidos que se cortaban en seco apenas alguien giraba la cabeza.
Todos habían sido testigos, de una u otra forma, del estallido de Clara el día anterior. Sus gritos, las bofetadas a Valeria, la confrontación con Mateo. Una es