El apartamento estaba en silencio, iluminado solo por la luz tenue que se filtraba desde la ciudad. Clara se dejó caer en el sofá, exhausta por el día, mientras Mateo terminaba de guardar unos documentos en la mesa. Lo observó un momento en silencio: la forma en que fruncía el ceño cuando se concentraba, el gesto sereno de sus manos al ordenar los papeles.
A pesar de los roces de los últimos días, lo amaba con una intensidad que a veces la asustaba. Cuando él levantó la vista y la encontró mirándolo, Clara no apartó los ojos. Mateo sostuvo su mirada y, de pronto, la tensión que había entre ellos se transformó en otra cosa: un deseo silencioso, una necesidad de acercarse.
Él cruzó el espacio que los separaba y se inclinó para besarla. Fue un beso lento al inicio, como si midiera la distancia rota entre ellos. Clara respondió con un suspiro, enredando los dedos en su cabello. El mundo afuera dejó de existir.
—Te he extrañado —murmuró ella contra sus labios.
—Yo también —respondió Mateo,