El bufete bullía de actividad aquella mañana. Carpetas iban y venían, las impresoras no daban tregua, y el murmullo constante de voces se mezclaba con el sonido de teclados y teléfonos. Clara caminaba con paso decidido hacia la sala de juntas, donde Raúl había convocado a una reunión general para hablar del avance de los proyectos en curso.
Mateo ya estaba allí, conversando con Ernesto y Valeria sobre los ajustes estructurales del complejo cultural. Cuando Clara entró, notó de inmediato la sonrisa amplia con que Alejandro Lozano, sentado al fondo de la sala, la recibió. No era la sonrisa de un cliente cualquiera: había en ella un brillo que parecía elegirla entre todos.
—Buenos días, arquitecta Jiménez —dijo Alejandro, poniéndose de pie para saludarla.
—Buenos días, Alejandro —respondió Clara, manteniendo el gesto profesional.
La reunión comenzó con Raúl dando un resumen de las tareas cumplidas y las proyecciones del mes. Alejandro, como inversionista principal del centro de convencio