El martes amaneció con un cielo gris, como si la ciudad hubiera decidido reflejar el ánimo que Clara arrastraba desde la víspera. Apenas había dormido; cada vez que cerraba los ojos, veía la inicial “F” en aquella carta que había guardado en el sobre . Sabía que debía decírselo a Mateo, que no podía seguir callando, pero algo en su interior se resistía. Quizá miedo a su reacción, quizá cansancio de revivir la pesadilla.
En el bufete, la jornada comenzó con la misma intensidad de siempre. Alejandro había citado a Clara temprano para revisar los ajustes del proyecto. Él ya estaba allí cuando ella llegó, con su porte impecable y la serenidad calculada que lo caracterizaba.
—Buenos días, arquitecta Jiménez —dijo, ofreciéndole un café que ya tenía preparado—. Pensé que le vendría bien.
Clara agradeció con una sonrisa débil, aceptando el vaso de cartón. Ese gesto, tan atento, despertó un murmullo en su pecho. Alejandro siempre parecía adelantarse a las necesidades de los demás, y eso