El reloj de la habitación marcaba las tres de la madrugada, pero para Facundo el insomnio ya se había vuelto costumbre. El cuarto del motel barato en las afueras de la ciudad olía a cigarrillos apagados y humedad, un ambiente perfecto para el escondite de un hombre que vivía en la penumbra.
Sobre la mesa de madera carcomida, decenas de fotos de Clara estaban desplegadas como un altar retorcido. Había imágenes recientes, tomadas desde la distancia: ella entrando al bufete, saliendo del supermercado, caminando con Mateo por el estacionamiento. Cada una llevaba detrás una anotación con fechas y horas.
Facundo observaba los papeles con una calma enfermiza, como un jugador de ajedrez que contempla el tablero antes de mover la pieza decisiva.
—Sigues creyendo que estás segura, Clara —susurró, acariciando una de las fotos—. Pero todo lo que construyas se derrumba cuando el cimiento es yo.
Encendió otro cigarro y tomó el celular. Marcó un número que tenía guardado bajo un nombre falso.
—¿Sí?