El domingo amaneció con un cielo claro, el tipo de día que invita a salir y respirar profundo. Clara eligió un vestido ligero, dejando que el aire fresco acariciara su piel mientras esperaba a Mateo frente a su edificio.
Cuando lo vio acercarse, con esa sonrisa tranquila que parecía iluminarlo todo, el corazón le dio un vuelco. Él le ofreció la mano sin decir nada, y ella la tomó, sintiendo cómo sus dedos encajaban con naturalidad, como si hubieran estado destinados a encontrarse desde siempre.
Caminaron por las calles adornadas de árboles, entre el bullicio alegre de familias y parejas que disfrutaban también del fin de semana. El olor del pan recién horneado escapaba de una panadería cercana, mezclándose con las risas de los niños que corrían tras las palomas. Clara se sorprendía de la simpleza de todo: lo normal que resultaba pasear agarrada de su mano, lo natural que era reír con él como si lo hubieran hecho toda la vida.
—Se siente raro —admitió ella con una sonrisa tímida.