La noche había terminado en calma. Mateo la dejó frente a su edificio después de la caminata y el helado. Clara lo despidió con una sonrisa tímida, todavía con las mejillas encendidas por las risas compartidas.
Pero alguien los había visto.
Desde la distancia, escondido entre sombras, Facundo observaba cómo ella reía, cómo su mirada se iluminaba junto a otro hombre. Su pecho ardía de rabia, su mandíbula se apretaba hasta doler. Cada gesto de Clara con Mateo era para él una afrenta, una traición imperdonable.
—Mía… —murmuró entre dientes, con una mezcla de odio y deseo enfermo—. No voy a permitir que me sustituyas.
Horas más tarde, cuando el barrio estaba silencioso, subió las escaleras del edificio de Clara y golpeó la puerta con furia. El eco de los golpes reverberó por todo el pasillo.
—¡Clara! ¡Abre de una vez! —gritaba, golpeando con los puños—. ¿Crees que puedes reemplazarme así de fácil? ¡Eres mía, maldita sea!
Los golpes retumbaban como martillazos. Clara, desde dentro, s