El día había sido sofocante. Clara y Mateo habían salido tarde del bufete después de una reunión larga. El aire acondicionado del edificio se había apagado hacía rato, y al entrar al ascensor, el calor los envolvió como una manta espesa, pesada, casi pegajosa.
—Genial… —murmuró Mateo con una sonrisa cansada—. Justo hoy que necesitamos aire fresco.
Clara rió, agitando la mano frente a su rostro.
—Esto parece un horno.
El ascensor comenzó a subir lento, y con cada metro el calor parecía intensificarse. La respiración se volvía pesada, y un leve brillo de sudor empezó a humedecer sus frentes.
Mateo suspiró, tiró la chaqueta sobre su brazo y se quedó en su camisa blanca de manga larga. La tela, empapada, se pegaba a su torso, marcando el contorno de su pecho y de sus brazos. Clara lo miró de reojo, intentando no fijarse demasiado, pero sus ojos la traicionaban. El calor en su cuerpo ya no se debía únicamente a la temperatura del ascensor.
Mateo, sin darse cuenta del efecto que causa