El eco de los pasos de Facundo alejándose se fue apagando en la noche, dejando tras de sí un silencio pesado. Clara apenas podía respirar. El cuerpo le temblaba entero, como si las fuerzas la hubieran abandonado.
Mateo se acercó despacio, sin brusquedad, como quien se aproxima a un ave herida.
—Clara… —dijo en voz baja—, ya pasó. Estoy aquí.
Ella lo miró con lágrimas contenidas, pero esta vez no se reprimió. Corrió hacia él y se aferró a su pecho. Mateo la rodeó con los brazos, sintiendo cómo el llanto reprimido de meses estallaba contra su camisa.
—No puedo más… —sollozó ella—. No sabes lo que he estado viviendo, Mateo.
Él acarició suavemente su espalda.
—Entonces cuéntame. Suéltalo todo.
Clara respiró hondo, temblando, y las palabras comenzaron a salir atropelladas:
—Facundo… no me ha dejado en paz desde que lo dejé. Me espera afuera del trabajo, de la universidad, en mi edificio. Me sigue, me escribe, habla con mis compañeros fingiendo ser un hombre arrepentido. Me dice que