El edificio del bufete se alzaba brillante bajo el sol de la mañana. El cristal reflectante devolvía el cielo azul y la ciudad parecía moverse con un ritmo distinto, más ligero, más lleno de propósito. Clara se detuvo frente a la puerta giratoria y respiró hondo. Mateo, a su lado, le apretó la mano con una sonrisa.
—Listos para volver a la realidad —dijo él.
Ella sonrió.
—Nuestra realidad no es tan mala.
Al entrar, el aire familiar de aquel lugar los envolvió: el sonido de las impresoras, las voces mezcladas en conversaciones técnicas, el aroma a café recién hecho y a papel nuevo. Era su hábitat natural, el sitio donde las ideas se convertían en estructuras, donde los sueños tomaban forma en planos, cálculos y maquetas.
Los compañeros los recibieron con alegría. Algunos se acercaron a abrazarlos, otros a preguntar cómo había sido el viaje. Clara reía, contándoles anécdotas de Ucrania, mientras Mateo saludaba con un apretón de manos a los ingenieros del área técnica.
—¡Nuestra pa