La habitación estaba en penumbras, apenas iluminada por la lámpara de mesa que lanzaba un halo cálido sobre el rostro demacrado de Facundo. Sus costillas aún le dolían, la clavícula rota le pesaba como hierro incrustado, pero sus ojos ardían con esa chispa altiva que lo hacía parecer invencible incluso cuando la muerte lo rondaba. Valeria abrió la puerta con la misma calma con que había salido minutos antes. No dijo nada al principio; simplemente lo observó. Su cabello negro liso le caía sobre los hombros, enmarcando sus ojos verdes que brillaban con una mezcla de furia contenida y algo más, algo que no quería admitir.
Facundo arqueó una ceja, esa mueca suya que era arrogancia pura.
—¿Escuchaste, verdad? —dijo con la voz grave, varonil, como si nada pudiera quebrarlo.
Valeria cerró la puerta detrás de sí y apoyó la espalda contra ella, sin apartar la mirada.
—Cada palabra —respondió sin titubear—. Y no voy a fingir que no me dolió.
Facundo rió, una carcajada seca que terminó