Valeria había cerrado la puerta con suavidad, como si quisiera retirarse con discreción, pero no dio más de tres pasos. Sus tacones quedaron suspendidos en el aire, y el instinto la llevó de nuevo hacia la madera. Apoyó la frente contra la puerta, cerró los ojos y contuvo la respiración. El corazón le latía tan fuerte que podía jurar que si alguien pasaba por el pasillo, escucharía sus pulsaciones.
No lo había planeado, pero tampoco pudo resistirlo. Desde que oyó la voz seca de Esteban preguntándole a Facundo qué había entre ellos, supo que no se movería de allí. Esa era la pregunta que llevaba meses masticando en silencio, la duda que le carcomía la mente mientras lo curaba, mientras cambiaba las vendas, mientras soportaba sus delirios. Ahora, Esteban había tenido el valor de lanzarla de frente.
Y lo que escuchó fue un golpe seco en el pecho:
—No la amo. La única mujer que ha ocupado ese lugar en mí es Clara.
Valeria apretó los puños hasta clavarse las uñas en la piel. No era