La cabaña olía a humedad y a medicinas improvisadas. El fuego de la chimenea crepitaba apenas, suficiente para borrar el frío de la madrugada. Sobre la cama improvisada donde Facundo se retorcía entre sábanas empapadas de sudor. La fiebre le hacía hablar en susurros incoherentes, y cada tanto, un quejido ahogado rompía la quietud del lugar.
Valeria, sentada en una silla junto a él, lo observaba con gesto tenso. Llevaba días velando ese cuerpo abatido, cambiando vendajes, humedeciendo paños para bajar la temperatura, obligándolo a beber sorbos de agua con hierbas que había conseguido en un pueblo cercano. Lo hacía con movimientos mecánicos, como si cuidara un animal herido, no a un hombre que alguna vez la había fascinado.
Su cabello negro caía suelto hasta los hombros, brillando en el resplandor rojizo de las brasas. Sus ojos verdes, antes chispeantes, se hallaban cargados de cansancio y fastidio. Ya no soportaba la imagen de Facundo llorando, arrepintiéndose, quejándose como un n