Han pasado cuatro días desde aquel milagro que Mateo nunca olvidaría. Cuatro días desde que Clara abrió los ojos, pronunció su nombre con voz débil y rompió el velo oscuro del coma. Cuatro días en los que la vida se fue abriendo paso, lentamente, en medio de la fragilidad de un cuerpo golpeado y una mente que aún cargaba cicatrices invisibles.
La habitación de la clínica, en el piso reservado que el tío Mykola había conseguido con los recursos de Bastian, tenía un silencio especial. No era el silencio de la muerte, sino el de la esperanza contenida. Clara reposaba recostada sobre almohadas altas, con una bata ligera de algodón, el rostro todavía pálido pero ya con un color más humano. Sus labios resecos, ahora humedecidos por pequeños sorbos de agua y medicación, se curvaban con una sonrisa cada vez que lograba un pequeño avance.
Ese cuarto se había convertido en el refugio íntimo de Mateo. No se despegaba de ella. Dormía en una silla reclinable junto a la cama, o a veces, vencido p