La sala de espera estaba casi vacía. El reloj marcaba las dos de la madrugada y el hospital parecía contener la respiración en cada pasillo. Afuera, las luces de la ciudad se colaban por los ventanales, frías e indiferentes.
Mateo se dejó caer en una silla, con los codos sobre las rodillas y las manos entrelazadas. Llevaba días sin dormir bien, y sus ojos enrojecidos lo delataban. Ernesto, que lo había seguido tras salir de la habitación de Clara, se sentó frente a él.
Durante unos segundos ninguno habló. Solo el zumbido de las lámparas llenaba el aire.
—Mateo —dijo Ernesto al fin, con voz grave—. No puedo más con tanta incógnita. Esa gente que anda contigo, tu tío, el idioma que hablas… no eres el mismo hombre que conocimos en el bufete. Necesito que me digas la verdad.
Mateo levantó la vista. Su rostro estaba cansado, pero en sus ojos brillaba algo más: la decisión de no callar más.
—Está bien —susurró—. Es hora de que lo sepas.
Respiró hondo, como quien se prepara para