La sala del hospital estaba en penumbras, iluminada por el parpadeo constante del monitor cardíaco. Mateo, sentado junto a la cama de Clara, sostenía su mano con ternura mientras el teléfono vibraba en la otra. Mykola lo observaba desde un rincón, con el ceño fruncido, consciente de que aquel instante sería decisivo en la vida de su sobrino.
La voz al otro lado de la línea se escuchó cargada de emoción, casi con una energía extraña para un hombre en agonía:
—Дякую, що погодився поговорити зі мною… таким виродком, як я.
—Gracias por aceptar hablar conmigo… con un bastardo como yo.
Mateo se quedó paralizado. El sonido de esa voz, grave y quebrada, lo arrastró a su infancia como un golpe en el estómago. Recordó las humillaciones, los insultos, los ojos fríos de aquel hombre que nunca lo llamó hijo.
Sus labios temblaron. Bajó el teléfono un segundo y murmuró con desesperación hacia su tío:
—No puedo hacer esto… me trae demasiado dolor.
Mykola lo miró a los ojos. Había visto