El pasillo d la clínica Santa Regina estaba en penumbras a esa hora de la tarde. El tío Mykola había salido unos minutos a la sala de espera para servirse un café y tomar un panecillo que uno de sus hombres había traído. La tensión le endurecía los hombros, pero necesitaba al menos unos segundos de respiro.
Mientras bebía, vio que un grupo de personas salía de la sala donde estaba Clara. Reconoció de inmediato que no eran médicos ni enfermeras. Su rostro se endureció y su voz tronó en ucraniano:
—Хто ви? Що ви робите тут?
—¿Quiénes son ustedes? ¿Qué hacen aquí?
Los hombres que lo acompañaban aparecieron de inmediato, como sombras surgidas de las esquinas. Altos, blancos, vestidos con ropa oscura impecable, su sola presencia imponía respeto. Uno de ellos levantó la voz en el mismo idioma, con firmeza militar:
—Ця палата заборонена для відвідувачів!
—¡Esa sala está prohibida para visitantes!
Raúl, Ernesto y las colegas que lo acompañaban se quedaron paralizados. La escena