Mateo salió unos minutos de la habitación, con el celular en la mano. Sabía que debía hacer esa llamada: doña Zulema merecía saber cómo estaba su hija. Marcó el número y esperó.
—¿Mateo? —contestó la señora, con la voz cargada de angustia—. ¿Qué noticias tienes?
Él tragó saliva. —Señora Zulema… ya la tenemos con nosotros. Hace tres noches logramos rescatarla.
Hubo un sollozo inmediato al otro lado de la línea. —¿Mi hija? ¡Dime que está viva!
—Está viva, señora. Está en la clínica Santa Regina, atendida por los mejores médicos. Pero… cayó en coma.
Zulema lloró con fuerza, un llanto entremezclado de dolor y alivio. —¡Ay, Dios mío! ¡Mi niña!
Mateo cerró los ojos, luchando contra sus propias lágrimas. —Sé que es duro, pero está estable. Los doctores dicen que su cuerpo responde. Solo tenemos que esperar a que despierte.
La voz de Zulema, entrecortada por los sollozos, logró templarse un poco. —Quiero verla, Mateo. Necesito ver a mi hija.
—Y la verá —aseguró él—. Pero déjem