El motel estaba en las afueras de la ciudad, escondido entre carreteras secundarias y maleza descuidada. Era un lugar donde nadie preguntaba nada, donde el silencio era parte del servicio. Clara lo sabía desde la primera noche: allí nadie vendría a rescatarla por casualidad.
El cuarto en el que la tenía era un espacio de paredes amarillentas, descascaradas por la humedad, con una única ventana tapada con tablones que apenas dejaban colar un hilo de luz sucia. El aire olía a encierro, a polvo y a metal oxidado. En la cama, ella yacía atada, las muñecas amoratadas por las sogas, el cuerpo marcado con moretones como testigos de su resistencia. Cada movimiento le dolía. Cada respiro era un esfuerzo. Pero nada le dolía tanto como el miedo constante de que algo dañara al hijo que llevaba en su vientre.
La puerta se abrió con un chirrido metálico. El sonido se le incrustó en la piel como un aviso. Facundo entró con una bandeja de comida: pan y un tazón de sopa humeante. Llevaba la camisa m