Los días se convirtieron en un pantano espeso donde cada hora parecía repetirse, igual de larga, igual de insoportable. Clara no aparecía. La ausencia se volvió una sombra pesada en la vida de Mateo, que intentaba seguir respirando entre la desesperación y el pánico. Al principio había guardado silencio, pensando que tal vez encontraría respuestas pronto, que la policía daría con alguna pista que lo salvara de confesar lo que más temía. Pero el tiempo avanzaba y el silencio se volvía insoportable, así que un día, en el bufete, las palabras se le desbordaron de golpe, con la voz rota y los ojos enrojecidos.
Sus colegas levantaron la vista al notar su rostro demacrado. Algunos aún con el eco de risas apagadas por la rutina de la oficina, pero esas sonrisas se borraron de inmediato cuando Mateo habló.
—Clara… —la voz se le quebró—. Clara no aparece.
El silencio cayó como una losa de concreto. Las carpetas quedaron a medio abrir, las plumas dejaron de moverse sobre los papeles. El mund