La casa parecía la misma de siempre: las cortinas azules dejando pasar la luz de la mañana, el olor a café recién hecho, las flores sobre la mesa del comedor. Sin embargo, para Clara todo había cambiado desde aquella mañana en que el pasado tocó a la puerta.
Cada vez que pasaba frente a la puerta principal, sentía un escalofrío. La imagen de aquel anciano de ojos miel y de los cinco hombres blancos como estatuas nórdicas la perseguía como una sombra. Y aunque intentaba mantener la calma por el bebé que crecía en su vientre, el miedo era una presencia constante que no podía ignorar.
“Ahora debo pensar distinto”, se repetía Clara mientras acariciaba suavemente su vientre apenas abultado. “No es solo mi vida, ni la de Mateo. Somos tres. Y debo ser fuerte por los tres.”
Mateo, por su parte, no encontraba descanso. Sus noches eran largas, con los ojos abiertos mirando al techo, escuchando los ruidos de la calle como si cada paso o cada motor fueran un anuncio del regreso de los hombr