La mañana había comenzado tranquila. Clara, aún en bata de casa, sostenía el teléfono en la mano mientras hablaba con su madre. La noticia de su embarazo todavía vibraba en sus labios como un secreto recién nacido. Su madre, al otro lado de la línea, lloraba de felicidad.
—No lo puedo creer, hija… ¡voy a ser abuela! —decía con esa voz temblorosa que mezclaba nostalgia y orgullo.
Clara sonreía, nerviosa pero feliz.
—Todavía es pronto, mamá. No digas nada, por favor. Mateo y yo queremos llevarlo con calma…
El timbre de la puerta interrumpió la conversación. Clara, distraída, apenas prestó atención.
—Debo colgar, mamá. Tocan en la puerta.
Sin pensar demasiado, caminó hacia el recibidor. Giró la llave y abrió con naturalidad.
Lo que vio le arrancó el aire de los pulmones.
En el umbral había un hombre de unos sesenta años, de porte imponente, cabello castaño con mechones plateados y ojos color miel que brillaban con una intensidad perturbadora. Lo acompañaban cinco hombres