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Capítulo 2: Tacones, secretos y empanadas

Lucía Méndez nunca había usado tacones. Ni vestido largo. Ni sombra en los ojos que no fuera harina. Pero esa noche. Frente al espejo del salón de belleza “Estilo Real”.  Parecía otra. O casi.

—¿Estás segura que esto no es demasiado? —preguntó. Mirando su reflejo con cejas arqueadas.

—Demasiado tarde para arrepentirse.  Reina —respondió la estilista.  Ajustándole el peinado como si fuera una escultura barroca.

La Gala Real de la Fundación del Valle era el evento del año. Políticos. Empresarios, artistas y uno que otro influencer con más seguidores que sentido común. Lucía, por accidente o por destino.  Era la invitada de honor.

Sebastián del Río la esperaba en la entrada del Palacio. Traje negro. Sonrisa impecable y una flor en la solapa que combinaba con el vestido de Lucía. Él lo había elegido, ella lo había aceptado solo porque tenía bolsillos.

—¿Lista para conquistar el mundo? —preguntó él.  Ofreciéndole el brazo.

—Conquistar no sé. Pero tengo hambre —respondió Lucía, mientras se acomodaba los tacones como quien se prepara para una batalla.

La entrada fue triunfal. Aplausos. Flashes. Murmullos. Algunos decían que era una estrategia del alcalde para distraer de sus escándalos. Otros, que Lucía tenía “algo” que no se podía comprar ni enseñar.

—¿Y tú qué crees? —le susurró Sebastián, mientras la guiaba entre mesas de porcelana y copas de cristal.

—Creo que si no sirven empanadas. Esto va a terminar en tragedia —respondió ella. Con una sonrisa que desarmaba protocolos.

Pero no todo era risas. En una esquina. La ex reina del año pasado. Mariana de los Santos, la observaba con ojos de cuchillo. Hija de un senador. Experta en ballet y enemiga declarada de las sorpresas.

—¿Quién se cree esa empanadera? —murmuró a su grupo de amigas. Todas vestidas como si fueran a una coronación vaticana.

Lucía, sin saberlo, había pisado terreno minado. Porque en ese palacio.  Cada sonrisa escondía una estrategia. Y cada copa de champán. Un secreto.

Durante la cena. Sebastián le explicó que la Fundación del Valle manejaba becas. Proyectos culturales y, según rumores. Favores políticos.

—¿Y yo qué tengo que ver con eso? —preguntó Lucía, mientras intentaba usar los cubiertos sin parecer que estaba desarmando una bomba.

—Mucho más de lo que imaginas —respondió él. Con tono misterioso—. Hay quienes creen que tu espontaneidad puede cambiar la imagen del pueblo. Otros,  que puede arruinarla.

Lucía se quedó en silencio. Por primera vez. El humor no le alcanzaba para entender el juego.

Pero entonces. Una voz interrumpió la tensión.

—¡Lucía Méndez! ¡La reina del pueblo! —gritó el alcalde. Levantando su copa—. ¡Brindemos por ella!

Todos aplaudieron, incluso Mariana, aunque con los dientes apretados.

Lucía se levantó. Miró a la multitud, y dijo:

—Gracias por esta corona. No sé si la merezco. Pero les prometo algo: mientras yo la tenga. Nadie se va a quedar sin empanadas ni sin voz.

El salón estalló en aplausos. Sebastián la miró con admiración. Mariana con furia. Y el destino. Una vez más. Se relamió los dedos.

Porque esa noche. Entre tacones y secretos. Lucía no solo conquistó el palacio. También empezó a conquistar corazones.

Y uno en particular,  el de Sebastián del Río.

La ovación resonó como un eco en la mente de Lucía. En ese instante. Sintió el poder de la comunidad atrás de ella, empujándola a ser más de lo que jamás había imaginado. Pero el brillo de la gala también ocultaba sombras.

El alcalde. Con su sonrisa falsa. Se acercó a ella tras el brindis. Rozando su hombro con una confidentesía balbuceante.

—Mi querida Lucía, esto es solo el principio. Necesitamos rostros como el tuyo para nuestra causa —dijo, mientras su mirada la evaluaba como si fuera un proyecto más que una persona.

Lucía retrocedió un paso. Incomoda. No le gustaba la forma en que las palabras salían de sus labios. Como si la estuviera invitando a una danza de engaños.

—Eso suena. Intrigante —respondió, buscando una salida diplomática.

Sebastián apareció como un caballero con armadura. Interrumpiendo el diálogo. Se puso entre Lucía y el alcalde. Su expresión seria.

—Gracias. Alcalde, pero Lucía es más que un proyecto. Es una persona con sueños propios —dijo, sus ojos iluminando su firmeza.

El alcalde pareció tomar el comentario como un desafío. Pero se limitó a sonreír forzosamente. Buscando a otro invitado para sobrepasarlo.

—¡Vamos! Disfruten de la cena —anunció. Levantando su copa nuevamente antes de alejarse.

Lucía agradeció la intervención de Sebastián con una sonrisa. Pero su mirada se desvió hacia Mariana. Que observaba cada movimiento con ojos envenenados.

—¿No deberíamos hacer algo para desmarcarnos del drama? —preguntó Lucía, tratando de mantenerlo ligero.

Sebastián soltó una risa suave. Pero con un toque de preocupación.

—Déjalos que hablen. Lo que importa es lo que tú quieras hacer con esta oportunidad.

Un platillo exquisito apareció frente a ella. Pero la atención de Lucía estaba en los murmullos a su alrededor. Aquella noche no era solo sobre empanadas. Era sobre el reconocimiento y la búsqueda de su voz. Sin embargo, el eco de las enemistades latentes le recordó que su viaje había comenzado con espinas.

Cuando la cena terminó. Un grupo de invitados comenzaron a levantarse para bailar. La música sonaba a todas partes. Y el aire se llenó de risas y complicidad. Pero Lucía sintió la necesidad de escuchar algo más que música. Quería entender el murmullo del palacio.

—¿Te gustaría dar un paseo por el jardín? —sugirió Sebastián, rompiendo sus pensamientos.

—Un poco de aire fresco no vendría mal —asintió ella. Y juntos se dirigieron hacia la salida. Dejando atrás las luces y la mezcla de conversaciones.

El jardín iluminado estaba lleno de sombras alargadas. Lucía sintió que cada paso en sus tacones era una declaración. Se detuvieron debajo de una pérgola cubierta de flores. Y la luna iluminaba sus rostros.

—Es bonito, ¿no? —dijo Sebastián, mirando hacia las estrellas.

—Como un cuento de hadas. Pero, ¿y las Princesas? —respondió Lucía, sintiendo una risa nerviosa asomarse.

Él se volvió hacia ella. Su expresión era seria pero cálida.

—Las princesas se hacen. No nacen. Y tú tienes todo lo necesario. Eres fuerte. Deslumbrante y, lo más importante, auténtica.

Una chispa atravesó el aire entre ellos. Lucía sintió algo por él. Era una conexión genuina que era nueva y abrumadora.

—Gracias. Sebastián. Pero tengo miedo de perderme en este mundo de espejos y expectativas.

—Nunca te perderás mientras permanezcas fiel a ti misma —dijo él, elevando su mano para tocar la suya.

Un silencio cómodo se estableció entre ellos. Antes de que la risa de los demás los devolviera a la realidad.

—¡Vamos a bailar! —exclamó Lucía, atrapando el momento fugaz. El impulso la llevó hacia el salón nuevamente. Donde la música envolvía a los presentes como un abrazo cálido.

Esa noche. Lucía no solo deslumbró en tacones. Con cada paso de baile. Cada empanada compartida y cada mirada de admiración. Comenzaba a dejar su huella en el corazón de quienes la rodeaban

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