El sol amaneció con ritmo de cuna. En el castillo de Gales, los pasillos aún olían a papilla diplomática y los tapices susurraban décimas tejidas durante la noche. Lucía, con Arepín dormido en su pecho, miró por la ventana y dijo:
—Hoy no viajamos. Hoy sembramos.
Jhonson, con el tambor ceremonial colgado al hombro, asintió. Marquitos, Lili y Sebastián ya estaban en el jardín, construyendo un columpio que cantaba nanas al balancearse.
La reina madre convocó a todos al Salón de los Ecos, una sala secreta donde cada palabra dicha con amor quedaba grabada en las paredes. Allí, Lucía tomó la palabra:
—Este viaje no fue solo hacia Gales. Fue hacia el corazón de lo que somos.
—Y de lo que podemos ser —añadió Jhonson—, si gobernamos con babitas, abrazos y cucharones.
Arepín, aún dormido, sonrió. Las paredes del salón vibraron con un eco suave, como si el tambor del futuro ya estuviera tocando.
Sebastián leyó el último decreto:
> “Se declara que todo reino que escuche a sus bebés, que baile