Mundo ficciónIniciar sesiónEl tren hacia Cardiff serpenteaba entre colinas verdes y cielos que parecían pintados con acuarela. Lucía miraba por la ventana, con su vestido restaurado, una empanada envuelta en servilleta de tela, y una mezcla de emoción y nervios que ni el café británico lograba calmar.
—¿Estás segura de que esto no es una broma diplomática? —preguntó Javier, hojeando el itinerario.
—La invitación decía: “La Reina Creativa está cordialmente invitada a una recepción privada con el Príncipe de Gales”. Y tenía sello oficial. Aunque también tenía una mancha de té —respondió Lucía, encogiéndose de hombros.
—Tal vez el príncipe también es fan de las empanadas —dijo Sebastián, que había decidido acompañarlos “como asesor cultural no solicitado”.
Al llegar a Cardiff, los recibió un asistente con acento elegante y cara de “no entiendo nada pero me pagan por sonreír”.
—Bienvenida, Su Majestad Creativa. El príncipe está ansioso por conocerla. Ha leído sobre su exposición… y sobre su reinado accidental.
Lucía sonrió. —Dígale que traigo una empanada de queso. Y que no acepto reverencias, solo abrazos sinceros.
El asistente parpadeó. —¿Empanada… de queso?
—Sí. Es parte del protocolo latinoamericano —respondió Sebastián, muy serio.
La recepción se llevó a cabo en una sala pequeña del castillo, con tapices antiguos, té servido en porcelana y una mesa decorada con flores que parecían demasiado perfectas para existir.
El príncipe de Gales entró con paso tranquilo, sonrisa amable y una curiosidad genuina en los ojos.
—Su Majestad Lucía —dijo, haciendo una reverencia breve—. Es un honor conocerla. Su historia ha llegado más lejos que muchas coronas reales.
Lucía se levantó, caminó hacia él y le entregó la empanada envuelta en tela.
—En mi reino, esto es símbolo de respeto, sabor y resistencia. Espero que no sea alérgico al queso.
El príncipe la recibió con una sonrisa encantada. —Nunca he recibido una empanada como gesto diplomático. Esto supera cualquier medalla.
La conversación fluyó entre arte, humor y anécdotas. Lucía habló de su exposición, de sus amigos más tontos, de cómo una confusión la convirtió en reina. El príncipe escuchaba con atención, riendo con cada giro inesperado.
—¿Y qué sigue para usted, Majestad Creativa? —preguntó él.
Lucía pensó un momento. —Seguir reinando sin pedir permiso. Seguir contando historias con sabor. Y quizás… abrir una embajada de empanadas en Cardiff.
El príncipe rió. —Si lo hace, prometo ser el primer cliente.
Al salir del castillo, Javier tomó la mano de Lucía.
—¿Te das cuenta de que acabas de conquistar a la realeza con una empanada?
—No. Acabo de recordarle que el arte, cuando es honesto, no necesita corona. Solo corazón —respondió ella.
Y así, entre castillos, empanadas diplomáticas y un príncipe que entendió el poder del sabor, Lucía cerró otro capítulo. No como reina por accidente, sino como embajadora de autenticidad.
Después de la recepción con el príncipe de Gales, Lucía fue invitada a recorrer los jardines del castillo. Caminaba entre rosales y esculturas con Javier a su lado, mientras Sebastián tomaba fotos como si fuera el paparazzi oficial del Reino de la Empanada Creativa.
—¿Crees que el príncipe se comió la empanada? —preguntó Javier, con tono cómplice.
—Si no lo hizo, seguro la mandó a enmarcar —respondió Lucía, riendo.
En una sala contigua, los esperaba una sorpresa: un retratista oficial del castillo quería hacerle un retrato. No por protocolo, sino porque “nunca había pintado a una reina con tanta luz en los ojos y tanta pintura en las manos”.
Lucía se sentó frente al lienzo, aún con su vestido restaurado, y pidió que no le quitaran las manchas de pintura del cuello.
—Esto soy yo. Reina, artista, y sobreviviente de una guerra emocional con pinceles —dijo, mientras el retratista asentía con respeto.
Mientras posaba, Sebastián y Marquitos discutían si el retrato debía incluir una empanada flotando en el fondo como símbolo de poder.
—¡O una corona hecha de masa! —gritó Marquitos, provocando que el retratista se atragantara con su té.
Al terminar la sesión, el príncipe regresó con una sonrisa y una invitación inesperada.
—Su Majestad Lucía, me gustaría que su obra se exhibiera en nuestra galería cultural de Cardiff. No como artista extranjera, sino como embajadora de la creatividad sin fronteras.
Lucía se quedó en silencio. Javier la miró. Sebastián dejó caer su taza. Marquitos gritó “¡Viva la reina del arte sin pasaporte!”
—Acepto —dijo Lucía, con voz firme—. Pero solo si la galería tiene espacio para empanadas, vestidos con historia y amigos que no saben comportarse.
El príncipe rió. —Será la primera galería con zona de sabor y zona de caos creativo. Lo prometo.
Al salir del castillo, Lucía se detuvo frente a una fuente. Miró su reflejo. Ya no era solo una artista que había llegado por accidente. Era una mujer que había transformado su historia en legado.
—¿Lista para reinar en Cardiff? —preguntó Javier.
—Lista para reinar donde me dejen ser y
o —respondió el vestido perdido y la propuesta inesperada, tomando su mano.







