Martín sonrió con disimulo al ver al hombre alejarse. Un peso se levantó de su pecho, pero su alivio duró apenas un instante.
Se giró rápidamente y se acercó a un celador, su voz baja pero urgente.
—Mata a esos hombres —susurró—. Te pagaré mucho dinero. Solo asegúrate de que no quede rastro de ellos.
El celador entrecerró los ojos y esbozó una sonrisa ladeada.
—¡Quiero doscientos mil dólares!
Martín sintió un escalofrío recorrer su espalda. Era demasiado. Su garganta se secó y tragó saliva con dificultad. Pero no tenía elección.
—Está bien —cedió con un suspiro entrecortado—. Dame tu número telefónico. En cuanto tenga el dinero, esta noche, te citaré y me muestras los cuerpos. Quiero pruebas.
El hombre sonrió con suficiencia y Martín se alejó con pasos rápidos. Su corazón latía con furia dentro de su pecho, como si presintiera que algo saldría terriblemente mal.
Apenas estuvo fuera del alcance del guardia, sacó su teléfono y marcó el número de Deborah. Una vez. Dos veces. Diez veces.
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